Llegó un jueves, alrededor de las once. Lo recuerdo bien porque fue la noche del día en que Trish se fue. No soportaba más el encierro… no me soportaba más a mí. Sólo tomó la bici, su revólver, una cantimplora y unas latas y desapareció. Todavía no se qué le pasó. Si logró llegar a Holyoke quizá aún pueda volver a verla. En cambio a Dee sé que no la veré de nuevo, aunque la sueñe todas las noches.
Yo estaba fumando en el techo, refunfuñando en voz alta por lo de Trish, cuando me vio desde el camino de tierra más allá de los manzanares. Me sorprendió bastante porque en general no llegan a darse cuenta de uno desde tan lejos, y menos de noche. Sentado en la reposera, la observé llegar lentamente hasta el frente del edificio, mirando aquí y allá con los binoculares para asegurarme de que venía sola. Llevaba jeans, camisa blanca y una gorra de los Tigres. Se veía que la habían mordido feo a la altura del codo, pero nada más. Quitando el aspecto pálido, casi verdoso, de su rostro, esa falta de expresión que todos compartían, y algunas libras de más, no era nada fea; de hecho, a la luz de la luna llena hasta podía decirse que era bien parecida. Rondaría los 25, tenía el pelo rubio y corto hasta los hombros y un aire de universitaria en vacaciones. Cuando llegó al edificio de dos pisos algo bajos que era mi refugio desde hacía unos meses, hizo lo que todos: pegarse a la pared manoteando con ansiedad a los lados y arriba, buscando la forma de trepar a mi posición o al menos ingresar a los cuartos inferiores.
Yo en general no los despachaba cuando llegaban, siempre esperábamos que se formara un grupo no mayor de diez antes de dispararles. Si tenía que hacer ruido, lo hacía todo junto. Justo un par de días antes nos habíamos desecho de “Los Plateros”, como les decía Trish, un grupito de obreros negros que habían llegado juntos. Así que la dejé ser, ya estaba acostumbrado a que cada tanto apareciera algún podrido y diera vueltas a la casa hasta que llegara la hora de cargárnoslo.
A causa de lo de Trish, empecé a beber. Tenía algunas botellas de bourbon y de vino en el sótano, que usábamos muy ocasionalmente para festejar una matanza o cuando estábamos contentos porque sí. Pero cuando se fue Trish empecé a beber todas las noches. Me emborrachaba (algo tan peligroso estando sólo en el refugio que sólo puedo calificarlo de estúpido) y salía al techo con la escopeta a insultar a la luna, a los árboles y especialmente a la de abajo, que sólo por ser mujer me hacía acordar a ella. Me paraba en la cornisa, la meaba encima y me reía, hasta creo que llegué a dispararle alguna noche, pero ebrio como estaba me hubiera resultado difícil acertarle a un búfalo. Claro que ella no se inmutaba por nada de todo eso, y sólo variaba el volumen de sus gruñidos cuando me veía salir al techo.
Eso duró unos cinco o seis días, hasta el día que me desperté en el techo al rayo del sol con una jaqueca insoportable, el arma peligrosamente entre las piernas, sangre en los nudillos, y la sensación de ser un completo imbécil. Había llegado el momento de terminar con esa locura.
Regresé entonces a la vida normal, si es que permanecer encerrado en ese edificio semanas y semanas rodeado de muertos vivientes puede considerarse “normal”. De vez en vez subía al techo a hacer guardia y la de abajo se ponía a hacer ruidos y agitaba los brazos. Yo me aseguraba de que no hubiera más de ellos por ahí y volvía a la radio o hacer un poco de ejercicio. Cada día que pasaba era un calco del anterior, no había novedades ni en la radio ni en el horizonte, y no pasó mucho tiempo para que me ganara una pesadumbre y un aburrimiento que me sumieron en la resignación y la inactividad. Me paraba sobre la cornisa y después de un par de vistazos por los largavistas, apoyaba el mentón sobre la culata del rifle y miraba al bicho que me gruñía. Es admirable la tenacidad de esos cosos. Eran capaces de estarse allí durante días y semanas, a veces hasta un mes, y no hacían más que arañar las paredes y mostrar los dientes y no se asustaban ni con los disparos, la lluvia ni el fuego. Autómatas. Blancos, negros, mejicanos pobres, chicos ricos de los suburbios, todos terminaban siendo la misma basura de piernas tambaleantes. Chicas como ésta aparecían pocas. Supongo que las mujeres eran las más fáciles de despachar y por eso quedaban menos. Cuando aparecía alguna Trish se entretenía criticando la ropa que vestían. Era estúpido, pero servía para distraerse un poco. Una vez quiso bajar a sacarle los zapatos a una, y tuve que abofetearla para hacerla entrar en razón. Siempre insistía en liquidarlas ella misma, otra de sus pendejadas feministas. Ésta le hubiera gustado. Lucía sencilla, sin presunciones, tal como Trish elegía a las mujeres que le caían bien incluso antes de conversar con ellas.
Finalmente se me hizo parte del paisaje, y después de cada guardia me quedaba un rato mirándola luchar contra los muros del edificio. Al principio decidí que llevaría un cuaderno de anotaciones sobre lo que observara en ella, como si fuera uno de esos conejos de laboratorio. El juego me duró tres días: no hay nada que decir de ellos, y lo que pueda decirse, no importa. Están allí y a nosotros sólo nos sirve deshacernos de ellos. Pero no aparecieron otros por un tiempo, así que terminé por considerarla una molestia corriente, uno de esos perros de la calle que se te pegan y no haces nada por ahuyentar. La veía cada tarde y por las noches: ella ladraba, yo asentía, y a mí me divertía.
No recuerdo cuándo fue que empecé a hablarle. Al principio eran tonterías. “Hoy hace mucho frío, ¿verdad, muertita?”, o “Ya podrías dejar de gruñir. Te oí, estás ahí y quieres comerme, entendido”. Sólo me burlaba un poco o dejaba caer algún comentario al azar, sobre el clima, sobre Trish, sobre el aburrimiento constante que me imponía el sobrevivir. De las frasecitas hechas pasé a las anécdotas del mundo antes de que ellos vinieran, a los platillos de mamá que ya no volvería a probar, o de cómo los políticos se cagan en gente como uno, o como ella… bueno, como ella antes de que se convirtiera en eso. Al poco tiempo empecé incluso a hacerle preguntas. Claro que lo único que recibía en respuesta eran más gruñidos, pero yo trataba de acertar las respuestas, inventaba lo que se me ocurría y se lo repetía: “Claro, debe ser muy divertido estar allí en el campus, sin preocupaciones, ni trabajo… seguro que ya te has conseguido un novio, alguno de los chicos del equipo de football, ¿verdad?”. Lo cierto es que al cabo de un tiempo hablarle se me hizo tan natural como el salir y ponerse del sol.
A la tarde me subía al techo y descansaba en la reposera mientras hablábamos de nuestras infancias, de caballos, de béisbol. Algunas noches cuando no estaba muy frío volvía al techo con la guitarra y cantaba alguna canción de Willie Nelson, tal como hacíamos con Trish en las viejas épocas. Sin embargo, a la otra ya la había olvidado; en el aislamiento cada día se siente como una semana y, para mí, su partida había sucedido casi en otra vida. Hoy creo que en esos días fue cuando perdí la sensación de soledad que su ida me había provocado. A las tareas cotidianas de hacer guardia, intentar el contacto por radio con otros sobrevivientes, cargar el generador con mi dosis diaria de bicicleta, le sumaba las siestas al sol en la reposera y, cada vez más con la llegada del verano, los desayunos y las cenas con mi compañera doliente.
Creo que fue una tarde con uno de esos calores del mismo infierno cuando me di cuenta de que nunca le había preguntado su nombre. “Creo que vamos a derretirnos aquí afuera hoy, ¿no crees,…?”. Nunca antes había tenido el impulso de llamarla por su nombre. Inmediatamente decidí que necesitaba bautizarla de alguna forma. La D en su gorra me dio la idea: Dee. Cuando era niño tenía una perra collie que se llamaba así, y creí que me burlaba de ella dándole ese nombre, pero la verdad es que me gustaba, y además le quedaba muy bien. Mi compañera de aislamiento se llamaba Dee.
Los días pasaban tan alegres como no habían sido hasta entonces. Trabajaba con más fuerzas, con dedicación, y tenía más esperanzas que nunca de ser rescatado finalmente. Ahora durante las comidas me iba siempre al techo, y aprovechaba el tiempo de guardia para hablar con Dee. A veces a la tarde cuando subía a chequear el perímetro antes de que oscureciera, me sentaba cerca del borde de la azotea y le leía en voz alta alguno de los pocos libros que había en el edificio. En cierta forma, era verdaderamente feliz por primera vez desde que estaba allí.
Un día de los que parecían ser los últimos del verano, apareció otro podrido, otra vez desde el lado de los manzanos. No lo vi hasta que estaba ya muy cerca del edificio y me sentí un idiota. Si se hubiera tratado de una turba de monstruos hubiera ignorado igualmente el peligro. A partir de ese episodio tendría más cuidado de no distraerme. Como dos no eran problema, mantuve la calma e intenté seguir con la rutina. Seguía subiendo al techo como todos los días, pero la presencia del nuevo me inhibía, me hacía sentir que mi lugar estaba invadido, lo veía como un intruso. ¿Acaso podía yo conversar con Dee libremente con ese ahí escuchando, interrumpiendo nuestro desayuno, nuestras lecturas? Al tercer día salí con la escopeta y lo liquidé. Dee no se dio por enterada. De hecho, hasta creo que la vi más aliviada. Volvíamos a ser ella y yo, volvían los días felices. Cada tanto aparecían uno o dos muertitos y ya no esperaba: los mataba apenas los tenía en mi rango de tiro.
Una seguidilla de tormentas llegó y a veces me sorprendía pensando “¡Dee está ahí afuera, abajo del agua!” y cuando comía adentro para protegerme del temporal sé que la extrañaba y sufría por ella. Cuando salía a vigilar le preguntaba cómo se sentía, y si necesitaba algo. La veía más debilitada que nunca, más muerta, si es que tal cosa era posible (ahora sé que es lo que naturalmente les sucede con el tiempo, pero en ese momento lo ignoraba), y me sentía culpable. Por Dios, si hoy creo que fue un milagro que no me masturbara pensando en ella; pero les juro que después de tanto tiempo sin contacto con otros seres humanos, el instinto sexual había desaparecido en mí.
Fue por esos días que empecé a detectar una señal en el radio. Era muy débil, sí, pero con los días fue tomando fuerza y ya no tenía dudas de que era un contacto real con los otros que estaban allí afuera, sobreviviendo. Traté de describir aproximadamente mi posición, subí al techo y emprolijé la bandera blanca que hacía meses que había descuidado y le conté todo a Dee. Todos los días volvía al radio para repetir las mismas palabras, hasta que un día la señal se murió, y no volvió a aparecer. Eso fue un golpe duro. Me derrumbé, la oportunidad estaba perdida. Además, mi recuento de provisiones indicaba que no tenía para más de un mes. Decidí que esperaría unas tres semanas preparándome para abandonar el refugio, empacaría el resto de la comida y bebida y me dirigiría al norte, el camino que estimé más seguro en base a la dirección que traían la mayoría de los que iban apareciendo. Tenía suficientes municiones y equipo para aguantar un buen rato en el camino, estaba físicamente preparado y ya había estudiado un posible plan de fuga muchas veces anteriormente.
Las dos primeras semanas pasaron volando. Los preparativos para la fuga consumían gran parte del día: mapas, equipo, ejercicio, limpieza de las armas. Iba mucho menos a ver a Dee.En parte creo que la culpaba por el fracaso de mi contacto perdido. Nuestra relación se enfrió, nuestra charla se reducía a puras formalidades, y sí, a veces sé que la traté como un verdadero cretino. Inconscientemente la culpaba por lo que pasó y por mi mala suerte, así que se llevaba la peor parte de mi mal humor. Era el principio del otoño y estaba peor que nunca: demacrada hasta los huesos, ya no quedaba nada de la jovencita rubia que había llegado tantos meses atrás por el camino de las manzanas. Claro que yo no lo había notado, había sido tan gradual su transformación que sólo entonces, a punto de abandonarla, pude verla como nunca antes.
La tercera semana comenzó y decidí que en cuanto el clima mejorara un poco, correría. No había pensado todavía qué hacer con Dee: me dolía tanto dejarla tirada como tener que deshacerme de ella. Más que el estado del clima, inconscientemente este dilema me retenía en el refugio sin fuerzas para alejarme.
Dos días antes de la última fecha planeada para mi partida, escuché un ruido extraño afuera. No eran podridos, ni tampoco perros, que cada tanto aparecían y luego se escapaban oliendo la presencia de los otros. Era algo lejano, monótono. Subí al techo. Dee se comportaba de manera extraña, miraba a los lados, como confundida. Al rato lo ví. Era un helicóptero. Mi contacto había sido exitoso, me habían encontrado, después de todo. Agité las manos para que me vieran y recordé las bengalas. Traje una del piso inferior y la encendí a duras penas, después de tanto tiempo ya casi no recordaba como hacerlo. En pocos minutos que parecieron eternos se detuvieron sobre mi cabeza, aterrizando en la azotea que había despejado de toda la basura que había estado acumulando. Bajaron dos soldados. Uno de ellos fue directo a mi encuentro, y mientras yo agradecía al cielo entre lágrimas, me daba cuenta de que él disimuladamente se cercioraba de que yo no estuviera mordido. Me abrazó con una manta y yo me dejé sostener en sus brazos.
El disparo de un arma me sacó del ensueño. El corazón se me contrajo y casi caigo sobre mis rodillas. Dee. Me había olvidado completamente de ella. Corrí hacia la cornisa ahogando un grito de horror mientras el otro soldado parado sobre el borde del techo y con la automática al hombro intentaba contenerme. Ya no pude tenerme en pie y me desplomé en el piso.
Desperté por la noche (una noche, la de el mismo u otro día), acostado en una sala de cuidados médicos en una base militar improvisada al sur de New Haven. Los médicos me instaron a quedarme en cama por unos días, recuperando fuerzas. Me había alimentado con porquerías durante unos 6 meses (¿o fueron más?) y me hacía falta reposo y muchas proteínas.
Durante un buen tiempo, incluso ya fuera del hospital, me pregunté si ellos pensaban algo de mí, si creían que era un rarito, un pervertido, o un loco de remate. Después, con el tiempo entre estos muros, comprendí que allá afuera cada uno tenía su propia historia, sus momentos de soledad y recuerdos dolorosos. Nadie hablaba de lo de afuera y a nadie le importaba si aquél vio morir devorada a su familia entera o si hablaba con los muertos. Cada uno que ha sobrevivido a eso guarda sus silencios y se calla su llanto nocturno. Yo sigo pensando cada noche en esos quince, veinte días finales que desperdicié al lado ella, sin la guitarra, sin las siestas y sin las conversaciones acerca de qué bien doblaba la curva de Orel Hershiser.