lunes, 9 de noviembre de 2009

Algunas conjeturas sobre la biología zombie. Naturaleza.

Aceptemos que la explicación más sencilla a la manera en la que la enfermedad zombie se propaga de huésped en huésped es que ésta está causada por la infección de una bacteria o virus, o incluso un posible parásito. Esta es una hipótesis de amplia aceptación: el intercambio de fluídos es el mecanismo básico de infección en prácticamente todos los procesos virales y bacterianos. Ahora, esta teoría no sólo se ajusta superficialmente al contagio en sí, sino que permite explicarnos otras características del desarrollo de la epidemia. Es una frase hecha que toda explicación biológica debe ser presentada y considerada a la luz de la teoría de la evolución. Veamos algunos puntos en los cuales podremos verificarlo:

- ¿Por qué los zombies se comportan de esa forma? ¿Por qué nos atacan? ¿Tienen hambre?

La pregunta de si tienen hambre tal como nosotros lo concebimos no tiene importancia aquí, y ya lo trataremos a su debido tiempo. Lo importante es que ellos quieren comernos, y no se detendrán hasta hacerlo. La explicación es sencilla: deben mordernos para propagar la infección. No son desconocidos los casos en que diversos parásitos o virus son capaces de afectar el comportamiento natural de un organismo de forma tal que se vea facilitado el ciclo infeccioso. Por ejemplo, se sabe de animales infectados que tienen una anormal tendencia a exponerse a sus predadores, los cuales son eventuales portadores del agente infeccioso. En el caso que nos incumbe, no es difícil pensar que los zombies sean conducidos (de una u otra forma) a comer humanos, de manera que, en los sobrevivientes a un ataque, se propague la infección. Un enfoque evolucionista nos hace deducir que el objeto del proceso no es el zombie en sí, sino la multiplicación del agente infeccioso.

- ¿Por qué los zombies atacan primordialmente a otros seres humanos y no a otros animales?

Esta es una de las cuestiones que salen a la luz una y otra vez, y que muchos supuestos expertos del tema no parecen saber explicar, pero otra vez la simple teoría científica sale al rescate. Los virus, bacterias o parásitos no son siempre capaces de infectar a cualquier especie, aunque algunas de ellas puedan ser vectores (portadoras sanas) del agente. Si este agente sólo tiene efectividad infecciosa en humanos, es lógico que el comportamiento estimulado sea el de atacar a personas exclusivamente. Ahora, sabemos que la misma evolución es responsable, a través de mutaciones azarosas, de que estos agentes infecciosos sean eventualmente capaces de infectar a otras especies, logrando así una mayor capacidad de propagación. Esto ha sucedido por ejemplo con el virus HIV, proveniente muy probablemente de un virus similar que afecta a simios. No podemos descartar que existan cepas de agente causante de esta epidemia que puedan infectar a otros animales, pero rezamos para que no estalle una epidemia animal ya que las posibilidades de contenerla en un tiempo corto serían mucho menores. Por otro lado, es de esperar que estas cepas mutantes pierdan rápidamente su capacidad de infectar nuevamente a humanos, pero esto no quitaría el peligro potencial que implica el desbalance ecológico que podría ocasionar una epidemia en especies animales.

Como podemos ver, una biología no muy complicada puede ayudarnos a elaborar ciertas conjeturas acerca de la naturaleza zombie que logran explicar algunas características observadas.

jueves, 8 de octubre de 2009

Dee

Llegó un jueves, alrededor de las once. Lo recuerdo bien porque fue la noche del día en que Trish se fue. No soportaba más el encierro… no me soportaba más a mí. Sólo tomó la bici, su revólver, una cantimplora y unas latas y desapareció. Todavía no se qué le pasó. Si logró llegar a Holyoke quizá aún pueda volver a verla. En cambio a Dee sé que no la veré de nuevo, aunque la sueñe todas las noches.

Yo estaba fumando en el techo, refunfuñando en voz alta por lo de Trish, cuando me vio desde el camino de tierra más allá de los manzanares. Me sorprendió bastante porque en general no llegan a darse cuenta de uno desde tan lejos, y menos de noche. Sentado en la reposera, la observé llegar lentamente hasta el frente del edificio, mirando aquí y allá con los binoculares para asegurarme de que venía sola. Llevaba jeans, camisa blanca y una gorra de los Tigres. Se veía que la habían mordido feo a la altura del codo, pero nada más. Quitando el aspecto pálido, casi verdoso, de su rostro, esa falta de expresión que todos compartían, y algunas libras de más, no era nada fea; de hecho, a la luz de la luna llena hasta podía decirse que era bien parecida. Rondaría los 25, tenía el pelo rubio y corto hasta los hombros y un aire de universitaria en vacaciones. Cuando llegó al edificio de dos pisos algo bajos que era mi refugio desde hacía unos meses, hizo lo que todos: pegarse a la pared manoteando con ansiedad a los lados y arriba, buscando la forma de trepar a mi posición o al menos ingresar a los cuartos inferiores.

Yo en general no los despachaba cuando llegaban, siempre esperábamos que se formara un grupo no mayor de diez antes de dispararles. Si tenía que hacer ruido, lo hacía todo junto. Justo un par de días antes nos habíamos desecho de “Los Plateros”, como les decía Trish, un grupito de obreros negros que habían llegado juntos. Así que la dejé ser, ya estaba acostumbrado a que cada tanto apareciera algún podrido y diera vueltas a la casa hasta que llegara la hora de cargárnoslo.

A causa de lo de Trish, empecé a beber. Tenía algunas botellas de bourbon y de vino en el sótano, que usábamos muy ocasionalmente para festejar una matanza o cuando estábamos contentos porque sí. Pero cuando se fue Trish empecé a beber todas las noches. Me emborrachaba (algo tan peligroso estando sólo en el refugio que sólo puedo calificarlo de estúpido) y salía al techo con la escopeta a insultar a la luna, a los árboles y especialmente a la de abajo, que sólo por ser mujer me hacía acordar a ella. Me paraba en la cornisa, la meaba encima y me reía, hasta creo que llegué a dispararle alguna noche, pero ebrio como estaba me hubiera resultado difícil acertarle a un búfalo. Claro que ella no se inmutaba por nada de todo eso, y sólo variaba el volumen de sus gruñidos cuando me veía salir al techo.

Eso duró unos cinco o seis días, hasta el día que me desperté en el techo al rayo del sol con una jaqueca insoportable, el arma peligrosamente entre las piernas, sangre en los nudillos, y la sensación de ser un completo imbécil. Había llegado el momento de terminar con esa locura.

Regresé entonces a la vida normal, si es que permanecer encerrado en ese edificio semanas y semanas rodeado de muertos vivientes puede considerarse “normal”. De vez en vez subía al techo a hacer guardia y la de abajo se ponía a hacer ruidos y agitaba los brazos. Yo me aseguraba de que no hubiera más de ellos por ahí y volvía a la radio o hacer un poco de ejercicio. Cada día que pasaba era un calco del anterior, no había novedades ni en la radio ni en el horizonte, y no pasó mucho tiempo para que me ganara una pesadumbre y un aburrimiento que me sumieron en la resignación y la inactividad. Me paraba sobre la cornisa y después de un par de vistazos por los largavistas, apoyaba el mentón sobre la culata del rifle y miraba al bicho que me gruñía. Es admirable la tenacidad de esos cosos. Eran capaces de estarse allí durante días y semanas, a veces hasta un mes, y no hacían más que arañar las paredes y mostrar los dientes y no se asustaban ni con los disparos, la lluvia ni el fuego. Autómatas. Blancos, negros, mejicanos pobres, chicos ricos de los suburbios, todos terminaban siendo la misma basura de piernas tambaleantes. Chicas como ésta aparecían pocas. Supongo que las mujeres eran las más fáciles de despachar y por eso quedaban menos. Cuando aparecía alguna Trish se entretenía criticando la ropa que vestían. Era estúpido, pero servía para distraerse un poco. Una vez quiso bajar a sacarle los zapatos a una, y tuve que abofetearla para hacerla entrar en razón. Siempre insistía en liquidarlas ella misma, otra de sus pendejadas feministas. Ésta le hubiera gustado. Lucía sencilla, sin presunciones, tal como Trish elegía a las mujeres que le caían bien incluso antes de conversar con ellas.

Finalmente se me hizo parte del paisaje, y después de cada guardia me quedaba un rato mirándola luchar contra los muros del edificio. Al principio decidí que llevaría un cuaderno de anotaciones sobre lo que observara en ella, como si fuera uno de esos conejos de laboratorio. El juego me duró tres días: no hay nada que decir de ellos, y lo que pueda decirse, no importa. Están allí y a nosotros sólo nos sirve deshacernos de ellos. Pero no aparecieron otros por un tiempo, así que terminé por considerarla una molestia corriente, uno de esos perros de la calle que se te pegan y no haces nada por ahuyentar. La veía cada tarde y por las noches: ella ladraba, yo asentía, y a mí me divertía.

No recuerdo cuándo fue que empecé a hablarle. Al principio eran tonterías. “Hoy hace mucho frío, ¿verdad, muertita?”, o “Ya podrías dejar de gruñir. Te oí, estás ahí y quieres comerme, entendido”. Sólo me burlaba un poco o dejaba caer algún comentario al azar, sobre el clima, sobre Trish, sobre el aburrimiento constante que me imponía el sobrevivir. De las frasecitas hechas pasé a las anécdotas del mundo antes de que ellos vinieran, a los platillos de mamá que ya no volvería a probar, o de cómo los políticos se cagan en gente como uno, o como ella… bueno, como ella antes de que se convirtiera en eso. Al poco tiempo empecé incluso a hacerle preguntas. Claro que lo único que recibía en respuesta eran más gruñidos, pero yo trataba de acertar las respuestas, inventaba lo que se me ocurría y se lo repetía: “Claro, debe ser muy divertido estar allí en el campus, sin preocupaciones, ni trabajo… seguro que ya te has conseguido un novio, alguno de los chicos del equipo de football, ¿verdad?”. Lo cierto es que al cabo de un tiempo hablarle se me hizo tan natural como el salir y ponerse del sol.

A la tarde me subía al techo y descansaba en la reposera mientras hablábamos de nuestras infancias, de caballos, de béisbol. Algunas noches cuando no estaba muy frío volvía al techo con la guitarra y cantaba alguna canción de Willie Nelson, tal como hacíamos con Trish en las viejas épocas. Sin embargo, a la otra ya la había olvidado; en el aislamiento cada día se siente como una semana y, para mí, su partida había sucedido casi en otra vida. Hoy creo que en esos días fue cuando perdí la sensación de soledad que su ida me había provocado. A las tareas cotidianas de hacer guardia, intentar el contacto por radio con otros sobrevivientes, cargar el generador con mi dosis diaria de bicicleta, le sumaba las siestas al sol en la reposera y, cada vez más con la llegada del verano, los desayunos y las cenas con mi compañera doliente.

Creo que fue una tarde con uno de esos calores del mismo infierno cuando me di cuenta de que nunca le había preguntado su nombre. “Creo que vamos a derretirnos aquí afuera hoy, ¿no crees,…?”. Nunca antes había tenido el impulso de llamarla por su nombre. Inmediatamente decidí que necesitaba bautizarla de alguna forma. La D en su gorra me dio la idea: Dee. Cuando era niño tenía una perra collie que se llamaba así, y creí que me burlaba de ella dándole ese nombre, pero la verdad es que me gustaba, y además le quedaba muy bien. Mi compañera de aislamiento se llamaba Dee.

Los días pasaban tan alegres como no habían sido hasta entonces. Trabajaba con más fuerzas, con dedicación, y tenía más esperanzas que nunca de ser rescatado finalmente. Ahora durante las comidas me iba siempre al techo, y aprovechaba el tiempo de guardia para hablar con Dee. A veces a la tarde cuando subía a chequear el perímetro antes de que oscureciera, me sentaba cerca del borde de la azotea y le leía en voz alta alguno de los pocos libros que había en el edificio. En cierta forma, era verdaderamente feliz por primera vez desde que estaba allí.

Un día de los que parecían ser los últimos del verano, apareció otro podrido, otra vez desde el lado de los manzanos. No lo vi hasta que estaba ya muy cerca del edificio y me sentí un idiota. Si se hubiera tratado de una turba de monstruos hubiera ignorado igualmente el peligro. A partir de ese episodio tendría más cuidado de no distraerme. Como dos no eran problema, mantuve la calma e intenté seguir con la rutina. Seguía subiendo al techo como todos los días, pero la presencia del nuevo me inhibía, me hacía sentir que mi lugar estaba invadido, lo veía como un intruso. ¿Acaso podía yo conversar con Dee libremente con ese ahí escuchando, interrumpiendo nuestro desayuno, nuestras lecturas? Al tercer día salí con la escopeta y lo liquidé. Dee no se dio por enterada. De hecho, hasta creo que la vi más aliviada. Volvíamos a ser ella y yo, volvían los días felices. Cada tanto aparecían uno o dos muertitos y ya no esperaba: los mataba apenas los tenía en mi rango de tiro.

Una seguidilla de tormentas llegó y a veces me sorprendía pensando “¡Dee está ahí afuera, abajo del agua!” y cuando comía adentro para protegerme del temporal sé que la extrañaba y sufría por ella. Cuando salía a vigilar le preguntaba cómo se sentía, y si necesitaba algo. La veía más debilitada que nunca, más muerta, si es que tal cosa era posible (ahora sé que es lo que naturalmente les sucede con el tiempo, pero en ese momento lo ignoraba), y me sentía culpable. Por Dios, si hoy creo que fue un milagro que no me masturbara pensando en ella; pero les juro que después de tanto tiempo sin contacto con otros seres humanos, el instinto sexual había desaparecido en mí.

Fue por esos días que empecé a detectar una señal en el radio. Era muy débil, sí, pero con los días fue tomando fuerza y ya no tenía dudas de que era un contacto real con los otros que estaban allí afuera, sobreviviendo. Traté de describir aproximadamente mi posición, subí al techo y emprolijé la bandera blanca que hacía meses que había descuidado y le conté todo a Dee. Todos los días volvía al radio para repetir las mismas palabras, hasta que un día la señal se murió, y no volvió a aparecer. Eso fue un golpe duro. Me derrumbé, la oportunidad estaba perdida. Además, mi recuento de provisiones indicaba que no tenía para más de un mes. Decidí que esperaría unas tres semanas preparándome para abandonar el refugio, empacaría el resto de la comida y bebida y me dirigiría al norte, el camino que estimé más seguro en base a la dirección que traían la mayoría de los que iban apareciendo. Tenía suficientes municiones y equipo para aguantar un buen rato en el camino, estaba físicamente preparado y ya había estudiado un posible plan de fuga muchas veces anteriormente.

Las dos primeras semanas pasaron volando. Los preparativos para la fuga consumían gran parte del día: mapas, equipo, ejercicio, limpieza de las armas. Iba mucho menos a ver a Dee.En parte creo que la culpaba por el fracaso de mi contacto perdido. Nuestra relación se enfrió, nuestra charla se reducía a puras formalidades, y sí, a veces sé que la traté como un verdadero cretino. Inconscientemente la culpaba por lo que pasó y por mi mala suerte, así que se llevaba la peor parte de mi mal humor. Era el principio del otoño y estaba peor que nunca: demacrada hasta los huesos, ya no quedaba nada de la jovencita rubia que había llegado tantos meses atrás por el camino de las manzanas. Claro que yo no lo había notado, había sido tan gradual su transformación que sólo entonces, a punto de abandonarla, pude verla como nunca antes.

La tercera semana comenzó y decidí que en cuanto el clima mejorara un poco, correría. No había pensado todavía qué hacer con Dee: me dolía tanto dejarla tirada como tener que deshacerme de ella. Más que el estado del clima, inconscientemente este dilema me retenía en el refugio sin fuerzas para alejarme.

Dos días antes de la última fecha planeada para mi partida, escuché un ruido extraño afuera. No eran podridos, ni tampoco perros, que cada tanto aparecían y luego se escapaban oliendo la presencia de los otros. Era algo lejano, monótono. Subí al techo. Dee se comportaba de manera extraña, miraba a los lados, como confundida. Al rato lo ví. Era un helicóptero. Mi contacto había sido exitoso, me habían encontrado, después de todo. Agité las manos para que me vieran y recordé las bengalas. Traje una del piso inferior y la encendí a duras penas, después de tanto tiempo ya casi no recordaba como hacerlo. En pocos minutos que parecieron eternos se detuvieron sobre mi cabeza, aterrizando en la azotea que había despejado de toda la basura que había estado acumulando. Bajaron dos soldados. Uno de ellos fue directo a mi encuentro, y mientras yo agradecía al cielo entre lágrimas, me daba cuenta de que él disimuladamente se cercioraba de que yo no estuviera mordido. Me abrazó con una manta y yo me dejé sostener en sus brazos.

El disparo de un arma me sacó del ensueño. El corazón se me contrajo y casi caigo sobre mis rodillas. Dee. Me había olvidado completamente de ella. Corrí hacia la cornisa ahogando un grito de horror mientras el otro soldado parado sobre el borde del techo y con la automática al hombro intentaba contenerme. Ya no pude tenerme en pie y me desplomé en el piso.

Desperté por la noche (una noche, la de el mismo u otro día), acostado en una sala de cuidados médicos en una base militar improvisada al sur de New Haven. Los médicos me instaron a quedarme en cama por unos días, recuperando fuerzas. Me había alimentado con porquerías durante unos 6 meses (¿o fueron más?) y me hacía falta reposo y muchas proteínas.

Durante un buen tiempo, incluso ya fuera del hospital, me pregunté si ellos pensaban algo de mí, si creían que era un rarito, un pervertido, o un loco de remate. Después, con el tiempo entre estos muros, comprendí que allá afuera cada uno tenía su propia historia, sus momentos de soledad y recuerdos dolorosos. Nadie hablaba de lo de afuera y a nadie le importaba si aquél vio morir devorada a su familia entera o si hablaba con los muertos. Cada uno que ha sobrevivido a eso guarda sus silencios y se calla su llanto nocturno. Yo sigo pensando cada noche en esos quince, veinte días finales que desperdicié al lado ella, sin la guitarra, sin las siestas y sin las conversaciones acerca de qué bien doblaba la curva de Orel Hershiser.

viernes, 21 de agosto de 2009

Primeras consideraciones (parte II)

El mayor número de pérdidas humanas sucederá sin dudas durante las primeras horas de la epidemia. El caos reinará, las fuerzas de seguridad perderán momentáneamente el control de la población, de los caminos y rutas, el número de infectados crecerá con la mayor velocidad, a causa de la desesperación, la desinformación y el pánico. Nuestro accionar durante estos momentos decisivos será el factor primordial que condicionará nuestras posibilidades de sobrevida. Una mala movida nos llevará a una muerte segura, una decisión correcta en el momento justo nos salvará la vida junto con la de los que confíen en nosotros.
A lo largo de estas notas iremos tratando todos los aspectos que deberemos considerar ante el inicio de la epidemia, cada uno de los detalles a los que tendremos que prestar especial atención para determinar qué movimientos efectuaremos para maximizar nuestras chances de salir con vida del episodio. En esta oportunidad trataré brevemente el que considero el más influyente de todos los aspectos a considerar: el tiempo estimado que durará la pandemia.
Para comenzar, la decisión más importante que se presenta es la de ponerse o no en movimiento. Pensemos por un momento en la siguiente situación. Usted está tranquilo en su casa, al tanto de todos los últimos informes, escopeta en mano,la puerta cerrada con llave, ningún hueco por el cual esas criaturas en descomposición puedan colarse en su vivienda. Bien, usted está a salvo momentáneamente. No hay razones para pensar que usted no pueda pasar una semana, o quizá dos, o incluso tres, encerrado en su casa. Revise su alacena: por más retrasada que esté su visita al súper, no creo que allí no cuente con provisiones para pasar al menos una semana, comiendo lo justo y necesario.
La estimación del tiempo que durará una epidemia de este tipo no es sencilla, claro, pero en determinados casos podría no ser tan complicada. Podría suceder que la mejor movida posible ante una invasión con una duración estimada de dos semanas sea, justamente, no hacer ninguna movida. Las características a considerar para estimar este tiempo serán tratadas en las notas siguientes, pero hagamos ahora un pequeño recuento de las medidas a tomar una vez que se ha decidido afrontar la epidemia en una casa o departamento corriente en una ciudad corriente. Veremos que muchas de ellas son similares a las que debieran tomarse en cualquier lugar en el que se decida atravesar este tiempo, pero en este caso en particular, todas las precauciones y peparaciones se deben efectuar con éxito en un período de tiempo muy corto antes de cerrar definitivamente los accesos a nuestra guarida.(Nuevas recomendaciones, incluyendo sus aportes, serán añadidas posteriormente.)

-Si vive en un edificio o rodeado de vecinos, existen varias posibilidades (intente advertir la correspondiente a su caso antes de abrir la puerta): están definitivamente muertos, están vivos, han huido espantados, o se han convertido en otros más de los desechos carnívoros que ganan las calles. Ya sea que hayan huido o estén definitivamente muertos (sin cabeza; en alguna otra nota analizaremos esto) aproveche para recolectar rápidamente todas las provisiones que pueda, sólidas y líquidas. Evite en lo posible alimentos que requieran cocinarse obligatoriamente para ser consumidos.
-Si sus vecinos viven, haga causa común con ellos en lo posible y convénzalos de encerrarse en sus casas. Si detecta que han perdido el control y han sucumbido al pánico, vuelva a encerrarse hasta que se hayan alejado. No hay mayor peligro que el de rodearse de personas que pueden meternos en problemas aún peores.
-Recolecte toda el agua que pueda en recipientes de todo tipo. No sería extraño que el suministro eléctrico falle de un momento a otro, y, con ello, la provisión de agua corriente. Recuerde que el tiempo que usted puede permanecer sin beber es mucho menor al que puede permanecer en ayuno. Durante su recolección de provisiones, si tiene tiempo, no olvide recoger velas, linternas, pilas, medicamentos y todo objeto que pueda necesitar en su aislamiento subsiguiente.
-Una vez que se ha hecho de provisiones, es momento de encerrarse. Cierre la puerta y tapíe las ventanas y toda entrada suceptible a ser atravesada por un zombie. No exagere con estos esfuerzos, el muerto-vivo promedio no posee la fuerza, la agilidad ni la inteligencia para superar grandes barreras (y si se tratara de un zombie con mayores capacidades, seguramente usted no debiera permanecer aislado en su casa; ya lo discutiremos); sólo debe temerse la presión realizada por un número grande de criaturas, pero esto no ocurrirá seguramente en un primer momento.
-Si cuenta con un balcón o techo que quede a la vista, utilice una sábana para colgar a la vista una señal que indique a las fuerzas del orden o de rescate que usted se encuentra a salvo adentro. No es díficil pensar que pueda ser rescatado incluso antes del tiempo esperado.
-Con respecto a los alimentos, sea criterioso y raciónelos de forma adecuada. Comience con aquellos que requieran cocción y refrigeración, ya que ambas cosas probablemente dejen de estar disponibles con facilidad en poco tiempo. Mantenga bien protegidas de suciedad e insectos sus reservas de líquidos. Más allá de que es importante no apresurar el consumo de la provisiones, no deje de alimentarse e hidratarse: usted necesita sus fuerzas, estar alerta y preparado en todo momento.
-Organice un sistema de turnos para hacer guardias y esté siempre bien descansado.
-Mantenga su televisor y una radio prendidas todo el tiempo posible, con el volumen al mínimo audible. Esté siempre al tanto de la información.
-Minimice los ruidos. Los zombies estarán pendientes de cualquier señal que los acerque al alimento.
-Analice la posibilidad de una segunda vía de salida del refugio. Al mismo tiempo, considere con calma un plan de acción en caso de tener que abandonarlo. Asegúrese de que todos los que lo acompañan estén al tanto del mismo y lo comprendan bien.
-Cada tanto intente comunicarse telefónicamente con los servicios de emergencia. Es de esperar que eventualmente éstos se reestablezcan y usted pueda dar indicaciones de su paradero. Conserve la batería de su teléfono celular.
-Por ningún motivo abandone el refugio a menos que sea indispensablemente necesario.

domingo, 31 de mayo de 2009

Primeras Consideraciones (parte I)

No hay duda: Martín está muerto. Juan, sin embargo, está lúcido. Pero su lucidez, en vez de permitirle una rápida comprensión de su situación actual, sólo le hace ver que si Martín está muerto, es por su culpa.
- Qué pelotudo. Pero qué pelotudo.

Hace diez minutos, Juan se cansó de escuchar por la radio acerca de esa peste de loquitos masacrándose por la calle y resolvió firmemente dejar el taller mecánico para ir a buscar a la vieja.
- De paso le rompo la cabeza a alguno de esos drogadictos de mierda.
- ¿Estás loco? A mí de acá no me mueve ni la policía.- Martín le gritaba desde el fondo del galpón, tirado abajo de una mesa, con la estampita de San Ceferino entre los dedos- Acá estamos seguros, está todo cerrado, no hagamos boludeces, Juan. Cerrá la puerta!
- Venís conmigo o te quedas solo acá, cagón. Si a la vieja la agarra alguno de esos degenerados le dejo la cabeza hecha un desastre.- Con una mano en la puerta y la otra sosteniendo una llave inglesa de 5 kilos, lo miró a los ojos para no dejar de dudas de que lo decía muy en serio.
Martín dudó 5 segundos, y justo antes de que Juan se diera vuelta dejándolo ahí tirado, se levantó como un rayo y corrió a su lado. Juan empujó con fuerza la puerta del galpón y ganó la calle de un salto. Martín lo seguía a tientas, mirando para todos lados y haciendo fuerza para que los dientes le dejaran de castanear.
- Dale, caminá tranquilo, agarramos el auto y...
Juan no terminó la frase. en parte porque en realidad no sabía como terminarla, porque le hablaba sólo para darle ánimos, y por otro lado porque cuando se dió vuelta para mirar a Martín pudo ver con perfecta claridad como Chávez, el del Megane gris, se arrojaba sobre su amigo con una furia inexplicable y la boca horriblemente abierta.
Pero Chávez no sólo no parecía el Chávez de siempre, sino que tampoco parecía un drogadicto enajenado como los que Juan esperaba encontrarse en el camino. Chávez parecía... muerto.
- Muerto- pensó en voz alta Juan, que aún antes de su extraña deducción, había ya iniciado un rápido movimiento de derecha con el que le hundió la llave inglesa en el cráneo.
Chávez cayó al suelo inmóvil y Juan se le acercó un poco para observarlo mejor. Necesitó unos segundos para estar seguro de que ese cuerpo bañado de sangre, del cual uno de los brazos había sido cercenado, con la camisa abierta para mostrar una herida muy profunda y aún sangrante a la altura del hígado, y esa cara ya empalidecida (y ahora con la mitad izquierda destrozada) pertenecían al habitual cliente.
Juan escupió:
- Por forro. Ya no me va a venir más con eso de que le cagué la suspensión.
Martín no se rió, a pesar que lo odiaba tanto a Chávez como su compañero. Juan se volteó para mirarlo y descubrió que Martín no se reía porque simplemente no podía reirse. Tenía un agujero a la altura de la yugular que no paraba de chorrear sangre, a pesar de que Martín ensayaba con las manos una suerte de torniquete. Juan se arrojó sobre su amigo, desesperado, y le quitó de en medio las manos para evaluar la seriedad de la herida.
Estaba por decir algo como "No es nada, mariconazo, tranquilo", pero se daba cuenta que su amigo necesitaba ayuda urgente, así que no dijo nada. Hacia él caminaban tres más de esas cosas, con un paso tan débil y errático que era difícil entender como se mantenían en pie. El que venía al frente tenía pinta de jovencito, Juan no lo conocía, y un tajo le recorría el torso desnudo desde el ombligo hasta el hombro. No le costó mucho tirarlo al piso y reventarle la cabeza con la llave, salpicándose la cara con una mezcla de sesos y sangre. Los dos que venían detrás, el canillita de la estación del tren y una mujer con pinta de trasnochada, no podían representar gran peligro. Juan agarró la llave inglesa con las dos manos y miró a Martín sólo para darse cuenta que cada vez le costaba más respirar.
- Se salvan por ahora, hijos de puta, pero ya los voy a agarrar.- Juan agarró a Martín de los pies y lo arrastró dentro del taller,cerrando el portón atrás de él. - Aguantá, hermano, te voy a sacar de acá en un pedo.
Juan espió por la ventana para ver que afuera se congregaban ya el canillita, la prostituta, y dos o tres más, que miraban los restos de Chávez con fascinación.

No hay duda: Martín está muerto. Juan, sin embargo, está lúcido.
- Qué pelotudo.- Se lo dice a él mismo, pero lo disimula dirigiéndose a Martín.
Lo único que le queda a Juan es poner a andar el Dodge 1500 y salir volando de ahí. Le faltan sólo las dos llantas de atrás, el resto del auto está perfecto. Poner las ruedas en su lugar no le lleva cinco minutos.
Una última espiada a la vereda. Los porquerías esas deben ser como diez, entre los que están contra la puerta y los que se ven llegando desde la esquina opuesta. Juan sabe qué hacer:
- Me voy a la mierda pero ya. Ya.
El Dodge arranca. Pero Juan, rápido de memoria, recuerda que le había metido mano al Dodge para que el dueño se lo trajera de nuevo la semana que viene, a más tardar. Se baja dejando el motor en marcha y va derecho a la caja de herramientas.
- A estos fierros no los matás con nada. - El sonido del Dodge aturde y a Juan le da confianza.
El sonido del Dodge aturde. Aturde tanto que Juan no escucha nada en todo el tiempo que le toma a Martín, o a lo que queda de Martín, levantarse y caminar, con ese pasito débil y errático, hasta él.
Cuando Juan se voltea sosteniendo el destornillador en la mano, todavia le queda un segundo para ver como los dientes de Martín se le hunden en el cuello.
- Qué pelotudo. Pero qué pelotudo. - Juan, aún en sus últimos suspiros, está lúcido.

lunes, 11 de mayo de 2009

Prólogo (parte 2)

La anterior es sólo una situación hipotética que busca despertar en usted, seguramente perturbado lector, una inquietud que quizá, hasta este momento, nunca habitó su conciencia. Si el día de mañana los muertos decidieran levantarse de sus lechos y avalanzarse voraces sobre usted y su familia, si una sola mordida fuera capaz de acabar con su vida y convertirlo en un cadáver hambriento caminante, si todo lo que viera a su alrededor fuera muerte, sangre, y hordas de zombies asesinos, ¿qué haría? ¿Siente usted que es capaz de protegerse a sí mismo y a sus seres queridos del holocausto caníbal en ciernes?

La irrupción de una epidemia como la descripta no se ha producido aún, o al menos no ha llegado a conocerse, pero las probabilidades de que se suscite dentro de un período de tiempo no muy largo no pueden ser descartadas. En tiempos como los actuales, en los que las amenazas de epidemias de todo tipo de enfermedades virósicas e infecciosas, en los que la contaminación del medio ambiente en el que vivimos y en el que las concentraciones urbanas alcanzan niveles inimaginados, una episodio como éste no es díficil de concebir. En el peor de los escenarios, la vía de contagio estará garantizada, la expansión de la epidemia será sumamente acelerada gracias al congestionamiento humano en las ciudades, y las fuerzas gubernamentales del orden se verán desbordadas (además, sabemos, ignorarán el problema hasta que sea ya tarde). Más allá de lo imaginable, de las conjeturas que podamos arriesgar, hay algo de lo que estamos seguros: los muertos vivos querrán nuestra carne, y nada los detendrá en su cacería sangrienta. Es por ello que es nuestra responsabilidad, por nuestro bien y el de los que nos acompañan, estar preparados para afrontar esta situación de forma de garantizar nuestra supervivencia. Sólo los más preparados, aquellos que sepan enfrentar el apocalipsis con firmeza e inteligencia, serán los que salgan con vida de la debacle, salvando junto con ellos a los grupos encargados de la reconstrucción de la sociedad que sobreviva. A lo largo de los artículos que iremos publicando trataremos de cubrir los tópicos más relevantes en el tema, tanto en el sentido estratégico como en el psicológico, ya que como en toda situación extrema los seres humanos deberemos enfrentarnos también a nuestros propios miedos e inseguridades.

La supervivencia de la raza humana depende de nuestro reconocimiento del peligro y de la toma de conciencia acerca de la preparación necesaria. El tiempo apremia, los signos de que el momento está cerca son numerosos, y debemos actuar rápido. Esperemos que todavía no sea tarde para ello.

domingo, 26 de abril de 2009

Prólogo (parte 1)

Imagine lo siguiente:

Usted está de regreso en su hogar (en un edificio de 5 pisos en un barrio en las periferias de una ciudad medianamente grande, por poner un ejemplo) luego de una larga jornada de trabajo, y decide caminar hasta el almacén más cercano para proveerse de una botella de vino tinto y algo de comer. En su casa permanecen esperándolo a su mujer y sus dos hijas. Mientras camina de vuelta a su casa, con la oscuridad definitivamente establecida, recorriendo de forma casi automática el trayecto tantas veces transitado, detecta un detalle llamativo al otro lado de la calle. El linyera que suele dormir por las noches en el pasillo de la galería comercial no está, como de costumbre, roncando completamente ebrio entre sus trapos ni tampoco gritando a ese personaje invisible que lo acompaña sin descanso. De espaldas a usted, hincado de rodillas, el linyera está inclinado y se mueve violentamente sobre un bulto inmovil, a unos pasos de la mencionada galería. Usted, que tarde o temprano igual tendrá que cruzar, decide echar una ojeada. Por cruzar distraídamente por el medio de la cuadra casi es atropellado por un coche oscuro, cuyo conductor seguramente estaría mirando lo mismo que usted. Suspirando aliviado, termina de cruzar al trote y pasa disimuladamente a unos metros del harapiento linyera y dirige la vista hacia el bulto. Lo que ve le afloja las piernas y las dos bolsas del almacén caen al piso ruidosamente.
Cuando logra reponerse y ahogar el último vómito, observa por 5 segundos más la escena, como descreyendo de lo que había visto hace un instante. Entre lo que parece haber sido alguna vez una camiseta de algún club de fútbol local, el linyera remueve fascinado los órganos internos de una persona visiblemente muerta. Sus caras (la del linyera y la del muerto también) están bañadas en sangre, y el olor a vísceras y podredumbre es insoportable. Horrorizado, y cayendo en la cuenta de que el linyera no está lejos de detectar su presencia, se pone de pie y se dirige corriendo hacia su casa, olvidando la botella de vino que seguía intacta de milagro.

Al llegar a su departamento, ignorando las preguntas de su esposa acerca del vino, la picada y su respiración agitada, cierra la puerta de su cuarto y disca el 911 en su telefono celular. Su mujer y las niñas no tienen porqué enterarse del episodio. La policía escucha agradecida su historia, pero usted detecta que en la voz del oficial hay cierta inquietud disimulada, en especial ante los detalles escabrosos del relato. Usted sigue en shock, así que acusa estar indispuesto y, luego de recomendar fuertemente a su esposa no dejar el edificio por ninguna razón (pedido que no le cuesta en lo más mínimo a su mujer, una paranoica incurable), se recuesta en su alcoba.

Después de lo que parecieron unas cien horas revolcándose en la cama, la sed supera su sueño y se dirige a la cocina por un vaso de agua. Casi instintivamente recoge al paso el control remoto y enciende el televisor. Acostumbrado ya al alarmismo sobre fondo rojo de cierto canal de noticias, por un momento ignora el mensaje en pantalla. "Fue primicia: Alerta nacional por los muertos que caminan y se comen a la gente". Las imágenes (sin editar, por supuesto) muestran una, dos, diez escenas como la que observó horas atras en la calle, y a agentes del policía disparando en evidente confusión. Los relatos de testigos son unánimes, todos habían visto como estos "muertos" (aparentemente el color del rostro o ciertas heridas aparentemente mortales en estos personajes les habían valido este mote) se habían abalanzado sobre ellos y otros vecinos, y cómo sin mediar palabra habían intentado morderlos, y algunos evidentemente lo habían logrado, y cómo una vez en el suelo habían despedazado a los menos afortunados, convirtiéndolos en un montón de tripas. Usted, que todavía no sale de su estupefacción, continúa escuchando y viendo los informes que llegan uno tras otro.

Horas después, la situación alcanza difusión nacional. En todos los rincones del país e incluso en los países limítrofes se multiplican los ataques de los a esta altura llamados "muertos vivos". La policía no da abasto y ya se convocaron a la acción de urgencia a las milicias y demás fuerzas de seguridad nacionales, pero evidentemente la situación ha superado los límites imaginables.

Es momento para que usted, aterrorizado lector, se haga la siguiente pregunta: "Y ahora, ¿qué hago?"

Nota preliminar

Despues de casi dos años de promesas, y ante mi imposibilidad psicológica (eso que los norteamericanos llaman "procrastination") de emprender la escritura de un libro concreto, decidí que era el momento de quitarme un poco de presión y, a riesgo de defraudar las expectativas creadas, utilizar este medio tan divinizado en la actualidad como vidriera de mis teorías (alguien dirá "absurdas teorías").

En resumen, lo que en mis sueños y mis largas conversaciones con todos aquellos con quienes compartí mis inquietudes sobre el tema (que son muchas personas, no todas ellas voluntarias por gusto) tenía forma de un manual prolijo y bien editado, se convertirá en una colección de artículos sueltos, escritos con mayor o menor cuidado. Pero lo importante, es que se convertirán en artículos en letras, y no en eternas discusiones con amigos ocasionales o ideas revoloteando en mi cabeza. Quién sabe, si me siento conforme con su resultado quizá decida encarar la escritura del libro con mayor seriedad. Espero que el carácter fragmentario, mejor dicho, muy fragmentario, de estas notas no resulte una dificultad para su entendimiento como un conjunto integral, tal como pretendo que parezca.

Quiero agradecer especialmente a los que me soportaron divagar horas, a los que me preguntaron una y mil veces por el libro, a los que me compartieron sus ideas, y también a los que me demostraron no saber absolutamente nada del asunto, porque son ellos más que nadie los destinatarios de estas notas. También, y por adelantado, quiero agradecer a los que se acerquen a criticarme, a discutir y a aportar sus pareceres.