domingo, 31 de mayo de 2009

Primeras Consideraciones (parte I)

No hay duda: Martín está muerto. Juan, sin embargo, está lúcido. Pero su lucidez, en vez de permitirle una rápida comprensión de su situación actual, sólo le hace ver que si Martín está muerto, es por su culpa.
- Qué pelotudo. Pero qué pelotudo.

Hace diez minutos, Juan se cansó de escuchar por la radio acerca de esa peste de loquitos masacrándose por la calle y resolvió firmemente dejar el taller mecánico para ir a buscar a la vieja.
- De paso le rompo la cabeza a alguno de esos drogadictos de mierda.
- ¿Estás loco? A mí de acá no me mueve ni la policía.- Martín le gritaba desde el fondo del galpón, tirado abajo de una mesa, con la estampita de San Ceferino entre los dedos- Acá estamos seguros, está todo cerrado, no hagamos boludeces, Juan. Cerrá la puerta!
- Venís conmigo o te quedas solo acá, cagón. Si a la vieja la agarra alguno de esos degenerados le dejo la cabeza hecha un desastre.- Con una mano en la puerta y la otra sosteniendo una llave inglesa de 5 kilos, lo miró a los ojos para no dejar de dudas de que lo decía muy en serio.
Martín dudó 5 segundos, y justo antes de que Juan se diera vuelta dejándolo ahí tirado, se levantó como un rayo y corrió a su lado. Juan empujó con fuerza la puerta del galpón y ganó la calle de un salto. Martín lo seguía a tientas, mirando para todos lados y haciendo fuerza para que los dientes le dejaran de castanear.
- Dale, caminá tranquilo, agarramos el auto y...
Juan no terminó la frase. en parte porque en realidad no sabía como terminarla, porque le hablaba sólo para darle ánimos, y por otro lado porque cuando se dió vuelta para mirar a Martín pudo ver con perfecta claridad como Chávez, el del Megane gris, se arrojaba sobre su amigo con una furia inexplicable y la boca horriblemente abierta.
Pero Chávez no sólo no parecía el Chávez de siempre, sino que tampoco parecía un drogadicto enajenado como los que Juan esperaba encontrarse en el camino. Chávez parecía... muerto.
- Muerto- pensó en voz alta Juan, que aún antes de su extraña deducción, había ya iniciado un rápido movimiento de derecha con el que le hundió la llave inglesa en el cráneo.
Chávez cayó al suelo inmóvil y Juan se le acercó un poco para observarlo mejor. Necesitó unos segundos para estar seguro de que ese cuerpo bañado de sangre, del cual uno de los brazos había sido cercenado, con la camisa abierta para mostrar una herida muy profunda y aún sangrante a la altura del hígado, y esa cara ya empalidecida (y ahora con la mitad izquierda destrozada) pertenecían al habitual cliente.
Juan escupió:
- Por forro. Ya no me va a venir más con eso de que le cagué la suspensión.
Martín no se rió, a pesar que lo odiaba tanto a Chávez como su compañero. Juan se volteó para mirarlo y descubrió que Martín no se reía porque simplemente no podía reirse. Tenía un agujero a la altura de la yugular que no paraba de chorrear sangre, a pesar de que Martín ensayaba con las manos una suerte de torniquete. Juan se arrojó sobre su amigo, desesperado, y le quitó de en medio las manos para evaluar la seriedad de la herida.
Estaba por decir algo como "No es nada, mariconazo, tranquilo", pero se daba cuenta que su amigo necesitaba ayuda urgente, así que no dijo nada. Hacia él caminaban tres más de esas cosas, con un paso tan débil y errático que era difícil entender como se mantenían en pie. El que venía al frente tenía pinta de jovencito, Juan no lo conocía, y un tajo le recorría el torso desnudo desde el ombligo hasta el hombro. No le costó mucho tirarlo al piso y reventarle la cabeza con la llave, salpicándose la cara con una mezcla de sesos y sangre. Los dos que venían detrás, el canillita de la estación del tren y una mujer con pinta de trasnochada, no podían representar gran peligro. Juan agarró la llave inglesa con las dos manos y miró a Martín sólo para darse cuenta que cada vez le costaba más respirar.
- Se salvan por ahora, hijos de puta, pero ya los voy a agarrar.- Juan agarró a Martín de los pies y lo arrastró dentro del taller,cerrando el portón atrás de él. - Aguantá, hermano, te voy a sacar de acá en un pedo.
Juan espió por la ventana para ver que afuera se congregaban ya el canillita, la prostituta, y dos o tres más, que miraban los restos de Chávez con fascinación.

No hay duda: Martín está muerto. Juan, sin embargo, está lúcido.
- Qué pelotudo.- Se lo dice a él mismo, pero lo disimula dirigiéndose a Martín.
Lo único que le queda a Juan es poner a andar el Dodge 1500 y salir volando de ahí. Le faltan sólo las dos llantas de atrás, el resto del auto está perfecto. Poner las ruedas en su lugar no le lleva cinco minutos.
Una última espiada a la vereda. Los porquerías esas deben ser como diez, entre los que están contra la puerta y los que se ven llegando desde la esquina opuesta. Juan sabe qué hacer:
- Me voy a la mierda pero ya. Ya.
El Dodge arranca. Pero Juan, rápido de memoria, recuerda que le había metido mano al Dodge para que el dueño se lo trajera de nuevo la semana que viene, a más tardar. Se baja dejando el motor en marcha y va derecho a la caja de herramientas.
- A estos fierros no los matás con nada. - El sonido del Dodge aturde y a Juan le da confianza.
El sonido del Dodge aturde. Aturde tanto que Juan no escucha nada en todo el tiempo que le toma a Martín, o a lo que queda de Martín, levantarse y caminar, con ese pasito débil y errático, hasta él.
Cuando Juan se voltea sosteniendo el destornillador en la mano, todavia le queda un segundo para ver como los dientes de Martín se le hunden en el cuello.
- Qué pelotudo. Pero qué pelotudo. - Juan, aún en sus últimos suspiros, está lúcido.

lunes, 11 de mayo de 2009

Prólogo (parte 2)

La anterior es sólo una situación hipotética que busca despertar en usted, seguramente perturbado lector, una inquietud que quizá, hasta este momento, nunca habitó su conciencia. Si el día de mañana los muertos decidieran levantarse de sus lechos y avalanzarse voraces sobre usted y su familia, si una sola mordida fuera capaz de acabar con su vida y convertirlo en un cadáver hambriento caminante, si todo lo que viera a su alrededor fuera muerte, sangre, y hordas de zombies asesinos, ¿qué haría? ¿Siente usted que es capaz de protegerse a sí mismo y a sus seres queridos del holocausto caníbal en ciernes?

La irrupción de una epidemia como la descripta no se ha producido aún, o al menos no ha llegado a conocerse, pero las probabilidades de que se suscite dentro de un período de tiempo no muy largo no pueden ser descartadas. En tiempos como los actuales, en los que las amenazas de epidemias de todo tipo de enfermedades virósicas e infecciosas, en los que la contaminación del medio ambiente en el que vivimos y en el que las concentraciones urbanas alcanzan niveles inimaginados, una episodio como éste no es díficil de concebir. En el peor de los escenarios, la vía de contagio estará garantizada, la expansión de la epidemia será sumamente acelerada gracias al congestionamiento humano en las ciudades, y las fuerzas gubernamentales del orden se verán desbordadas (además, sabemos, ignorarán el problema hasta que sea ya tarde). Más allá de lo imaginable, de las conjeturas que podamos arriesgar, hay algo de lo que estamos seguros: los muertos vivos querrán nuestra carne, y nada los detendrá en su cacería sangrienta. Es por ello que es nuestra responsabilidad, por nuestro bien y el de los que nos acompañan, estar preparados para afrontar esta situación de forma de garantizar nuestra supervivencia. Sólo los más preparados, aquellos que sepan enfrentar el apocalipsis con firmeza e inteligencia, serán los que salgan con vida de la debacle, salvando junto con ellos a los grupos encargados de la reconstrucción de la sociedad que sobreviva. A lo largo de los artículos que iremos publicando trataremos de cubrir los tópicos más relevantes en el tema, tanto en el sentido estratégico como en el psicológico, ya que como en toda situación extrema los seres humanos deberemos enfrentarnos también a nuestros propios miedos e inseguridades.

La supervivencia de la raza humana depende de nuestro reconocimiento del peligro y de la toma de conciencia acerca de la preparación necesaria. El tiempo apremia, los signos de que el momento está cerca son numerosos, y debemos actuar rápido. Esperemos que todavía no sea tarde para ello.